Iniciamos con este texto de Vicente Palomera la publicación de las intervenciones de las II Jornadas de la Red Psicoanálisis y Medicina.
Vicente PALOMERA
Me propuse desarrollar con ustedes el tema del
primer encuentro con el médico a la luz de lo que el psicoanálisis nos enseña.
Toda consulta con un médico debemos situarla en una
serie cuyas raíces se hunden en las confusas nieblas de la infancia. En verdad,
el médico se inscribe en esa serie de figuras de autoridad que han marcado al
sujeto, como los padres y los maestros. Cada vez que se consulta al médico se
produce una ruptura motivada por la incertidumbre y la ignorancia que esta
conlleva, aunque está investida con los afectos de aquella historia de
encuentros precedentes.
Lo que en toda consulta se pone en juego es la compleja
relación que cada ser humano mantiene con su cuerpo y con aquel al que confía
su cuerpo. En el “Prefacio” a un libro de Maud Mannoni La primera entrevista con el psicoanalista[1],
F. Dolto relata una primera entrevista con un niño de 3 años:
–“Me
duele la cabeza” . Los padres se habían dirigido a la
psicoanalista porque era imposible llevarlo al jardín de infantes, donde se
quejaba todo el tiempo de su dolor de cabeza; parecía enfermo, pasivo y lleno
de miedos. Además, padecía de insomnio, del que su médico no encontraba causas
orgánicas. El niño repite el soliloquio y F. Dolto le pregunta:
–“¿Quién dice eso?” Mientras, él, con un
tono quejumbroso, repetía: “Me duele la cabeza”.
–¿Dónde? Muéstrame dónde te duele la cabeza.
–Nunca se lo habían preguntado.
–Aquí. –Y señaló el muslo, cerca de la
ingle.
–¿Y ahí, qué cabeza es?
–La de mamá. –Como ustedes pueden
imaginar, esta respuesta causó estupefacción en los padres allí presentes.
Este niño era hijo único de una madre aquejada de
dolores de cabeza psicosomáticos, sobreprotegida por un marido que la adoraba,
veinticinco años mayor que ella. Aunque no sabemos nada sobre la primera vez
que empezó a decir “me duele la cabeza”, si sabemos que el niño empezó a
significar de este modo su neurosis y su fobia, mediante una provocación con la
que pedía ser sobreprotegido.
Este ejemplo nos hace ver que puede significar
“gozar de un cuerpo, de un cuerpo que simboliza el Otro y que permite
establecer otra forma de sustancia, la sustancia gozante. Como lo señala Lacan,
el cuerpo "no se caracteriza simplemente por la dimensión de la
extensión: un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mismo"[2]
.
« La tripita me hace
tic-tac »
Hablé en otra ocasión del tratamiento de una mujer que
estaba afectada por una faringo-laringitis crónica[3]
que le había causado muchos problemas en su carrera profesional debido a la
disfonía. Tenía antecedentes de rinitis alérgica y de asma bronquial. Los
tratamientos médicos no habían tenido ningún resultado. Había seguido
tratamientos prolongados de corticoides por inhalación. Los médicos que había
consultado no pudieron atribuir a una alergia su patología faríngea y su
rinitis. Al contarme que ella había rehusado una endoscopia me interesé por las
circunstancias de dicho rechazo. Le pedí entonces si recordaba la primera
consulta a un médico en su vida. Y ella recordó y me habló de las coordenadas
de su primer encuentro con el medico. La habían llevaron los padres inquietos a
causa de un acontecimiento, unas sensaciones vividas en su cuerpo que ella
había expresado así: “La tripita me hace tic-tac” o, también, “tengo una
tripita suelta”. Cuando lo sintió la primera vez fu satisfactorio, pero las
sensaciones acabaron por asustarla. Ignorando el sentido erótico de éstas
sensaciones, pudo creerse “enferma” y al atraer la atención de su madre hacia
esta zona de sus vías genitales de una manera vaga, provocó las inquietudes de
ésta, que con sus preguntas indujo a la niña a contraer enfermedades
psicosomáticas reales. El curso del análisis le permitió leer en ese síntoma
que, en verdad, esa niña que ella era estaba enferma de amor. Padres y médicos
buscaban en vano la causa orgánica que una vez curada haría cesar el síntoma
erógeno que se había vuelto patógeno, en signos que se tomaban por síntomas
orgánicos. ¡Cuántas de las llamadas cistitis, de las llamadas apendicitis, o
irritaciones vulvares, son traducciones somáticas de estos afectos ocultos! En
verdad, no comprendiendo la naturaleza de estas sensaciones, esta mujer hizo de
sus padres unas marionetas angustiadas, y el médico siguió buscando en vano la
causa orgánica. Los padres la llevaron a otros médicos que la volvieron aún más
enferma. En la primera entrevista le pedí que me explicara bien ese primer
encuentro con el médico y recordará con nitidez los exámenes de garganta, del
gran cuidado que ella tenía para evitar que la espátula aséptica que el médico
le introdujo en la boca no tocara la lengua. El rechazo
de la endoscopia apareció bajo una nueva luz.
Una interpretación mía sobre el desplazamiento “de
abajo a arriba” de las sensaciones vaginales a la garganta atenuaron su faringitis
y sus enfermedades y abrió el síntoma al trabajo analítico, lo que permitió
interrogarse e interrogar al Otro sobre la facticidad de su existencia y su
sexuación, a saber: ahí donde el viviente no está inscrito en lo simbólico y
que por lo tanto desbroza el campo para el trauma. Este encuentro con el goce es un shock en el que el
sujeto se encuentra siempre tomado por sorpresa. Este goce se presenta siempre
como inasimilable al significante, como “separado de todo sentido”. Los síntomas de esta joven mujer eran
la expresión de los que desde el interior del cuerpo la atormentaba
Resumamos:
1) El goce se presenta siempre como “una propiedad del
cuerpo viviente”[4] El cuerpo no se caracteriza simplemente por la
dimensión de la extensión: un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar
de sí mismo.
2) El sujeto siempre está solo con el goce sentido en su
cuerpo (es goce del Uno, es decir, sin el Otro).
3) En el encuentro con el goce, el sujeto se encuentra
siempre tomado por sorpresa.
4) Se le presenta siempre como inasimilable al significante,
como fundamentalmente “separado de todo sentido”[5].
5) Le aparece como algo extranjero, exterior. Lacan dice que
el goce ex–siste al sujeto para
acentuar la idea de que se presenta siempre en una dimensión de exterioridad en
un párrafo donde describe la angustia que siente el pequeño Hans cuando se
encuentra confrontado por la primera vez a su erección: La angustia no es sino
miedo al cuerpo. La angustia es lo que, del interior del cuerpo, ex–siste cuando algo lo despierta, lo
atormenta.
Cuando Lacan toma la fobia del pequeño Hans señala
que precisamente: “Si se precipita en la fobia, es para dar cuerpo (…) al embarazo que tiene del falo, a este goce que vino
a asociarse a su cuerpo”, pero podríamos poner en la serie a la niña de nuestro
caso con su vientre que se movía, la pieza suelta se separó para “disfuncionar”,
carente de función, o que no tenía otra función que la de trabar las otras
funciones del cuerpo. Esa pieza suelta se le presentó como traumática, es decir,
pensó que pertenecía al exterior del cuerpo, una experiencia fuera de sentido, es decir, una experiencia
de goce en el sentido de un encuentro con un real inasimilable.
[2] Lacan, J., “Psicoanalisis y
medicina”, en Intervenciones y textos,
Manantial, Bs.As. p. 92. Conviene
destacar en este punto que la llamada "falla epistemo-somática" a la
que se refiere Lacan, es decir, que la "extensión cada vez más eficaz
de nuestros procedimientos de intervención en lo concerniente al cuerpo humano
en base a los progresos científicos", la idea de una aprehensión
purificada del cuerpo en la simple dimensión de la extensión implica una forclusión
de la dimensión del goce.
[4] Lacan, J., Seminario XX, Aun, p. 32: “¿no es esto lo que supone
propiamente la experiencia psicoanalítica?: la sustancia del cuerpo, a
condición de que se defina sólo por lo que se goza. Propiedad del cuerpo
viviente sin duda, pero no sabemos qué es estar vivo a no ser por esto, que
un cuerpo es algo que se goza. No se goza sino corporeizándolo de manera
significante. Lo cual implica algo distinto de la parte extra partes de la sustancia extensa”
[5] Miller, J.-A., Los signos del goce, Paidós, sesión 3
junio 1987.