miércoles, 15 de enero de 2014

Falla del saber en su encuentro con el cuerpo: lugar de la palabra en el acto médico.

Por Elisa Giangaspro. Intervención en las II Jornadas de la REd de Psicoanalisis y Medicina.

Intentaremos recorrer dos preguntas: la primera es ¿qué es el cuerpo para la Medicina? y la segunda ¿con qué cuerpo se encuentra el médico en su praxis?
En relación con la primera, podemos decir que el cuerpo de la Medicina es el cuerpo-enfermo: la enfermedad. Un objeto muy complicado, demasiado variado y en el que operan numerosos elementos con múltiples combinaciones posibles, tantas que resulta imposible la uniformidad y la certeza que caracterizan a otras ciencias como la Física ó la Matemática. Por su carácter de ciencia conjetural y para sostener su cuerpo: su objeto de saber, la Medicina se vale de diferentes recursos. Algunos, como la Medicina basada en la evidencia, le permiten universalizar lo sabido mediante el análisis riguroso de una muestra extensa y contrastada y sobre todo, bien tratada estadísticamente; así podrá sancionar según una probabilidad suficiente. También, para minimizar las fisuras y mantenerse en el campo de las ciencias, se desarrollan algoritmos de actuaciones diagnóstico-terapéuticas, que tienen en cuenta la evidencia, que son generalizables como para servir de amparo legal y que permiten revisar las actuaciones en tanto que son obradas bajo el lema de “para todos igual”. Los protocolos son una buena herramienta para el conocimiento, conducen a los menos expertos y sirven, a condición de que el que los aplica no los considere una verdad apodíctica, válida para cualquiera y en cualquier situación. El interés del protocolo deviene de aceptarlo como un constructo del saber médico, una guía para evitar fallos en las actuaciones que corresponden en una determinada enfermedad y su validez deviene de no anteponerlos -sin excepción- ya no digamos al enfermo sino a la enfermedad en sí misma, universalizable pero tantas veces incierta.
En relación con la segunda pregunta planteada, podemos decir que el cuerpo con el que se encuentra el médico en su intervención, nada tiene que ver con el que es asiento de la enfermedad para la Medicina. No es sólo el cuerpo que describe la anatomía,  ni el que delimita la biología y que puede condicionarse, ni el que el poderío técnico actual permite transformar en imágenes. Es otro cuerpo, donde todo el saber científico no alcanza para dar cuenta de él y se muestra incapaz de dar una respuesta a lo que allí se manifiesta e insiste, con carácter excesivo, causando la perplejidad del médico. Cuando la manifestación del enfermo-cuerpo -un cuerpo hablado y en contexto- se escapa al saber sabido del médico, entra en crisis la realidad construida por el encuentro entre un cuerpo, que ignora lo que le pasa y un saber que da cuenta de él. La producción que aparece inesperadamente –fuera del registro consciente- disuelve la relación que Lacan llamó epistemo-somática, relación entre el saber articulado y el cuerpo, en la cual está completamente excluida la dimensión del goce del cuerpo. Se produce un pasaje de la relación sostenida en el saber, a una no-relación encontrada por la presencia del goce del cuerpo, donde la sorpresa, la duda y la perplejidad sentidas por el médico, denuncian que no hay armonía posible.
En un momento donde el conocimiento del cuerpo es cada vez más perfecto y las posibilidades terapéuticas son cada vez mayores, los clínicos se dan cuenta que sin embargo el sufrimiento del enfermo se escapa igualmente a sus posibilidades terapéuticas. Algo se recorta del cuerpo, hace síntoma y surge manifestando un misterio, un cuerpo no atrapable en un todo por la ciencia médica. La manifestación sintomática del sufrimiento del enfermo guarda estrecha relación con significaciones singulares, significaciones que distinguen a cada sujeto de todos los demás y que resultan inatrapables por el poder generalizador de la ciencia médica.
La emergencia enigmática de lo que aparece fuera de sentido, sin-sentido, interrumpe el sentido causa-efecto del saber médico y reclama otro modo de saber estar y otro modo de escucha. La intervención del médico no es la de un analista -no es su lugar ni su competencia- pero de sus palabras, de sus preguntas y de sus silencios al encontrarse con el discurso específico de cada cuerpo, se verifican efectos inesperados. Una disolución de los excesos de saber -que atropellan tan frecuentemente a los pacientes- una suspensión del sentido común de lo enunciado,  una destitución de los significantes que pueden nombrarnos malamente para toda una vida, hacen posible la construcción de una historia sobre el enfermar propia para cada sujeto.  Esto resumiría a mi entender, el lugar de la palabra en el acto médico.
Como corolario finalizaremos diciendo: en su praxis, el buen médico se encuentra con que su saber sobre la enfermedad ejerce una función, una noble función y que su puesta en práctica comporta una eficacia. Pero también destacaremos especialmente que, en esa praxis y siempre que ésta le cause alguna pregunta, puede descubrir lo que le falta a su saber para dar cuenta de los acontecimientos en el cuerpo del hablante y  muy especialmente, el valor que tiene la palabra en su actuación, no sólo la de su decir sino la que escucha y puede sostener en silencio.



1 comentario:

  1. Acabo de leer la interesante reflexión que la autora de este artículo hace sobre las dos cuestiones planteadas en su inicio.
    Me atrae especialmente la segunda pregunta. Se aborda ahí la relación del cuerpo, del enfermo-cuerpo con el médico. Creo que la evolución de la Medicina imprime unas restricciones al respecto en las que quisiera incidir brevemente.
    Propiamente, en general, ya no hay un cuerpo ni un médico. No hay, por tanto, tampoco una relación médico – enfermo. Esta afirmación puede parecer excesiva pero fijémonos en el segundo aspecto: ¿quién es el médico de alguien? Porque más bien se es médico de un trozo de ese alguien, de un fragmento de su cuerpo en una situación que llega a su límite en el caso del patólogo, que mira a al trozo muerto de la biopsia o al cuerpo entero como cadáver.
    La visión generalista es un reducto cada día más difícil de adoptar, sea por médicos de familia, carentes de tiempo suficiente o por internistas, una especialidad en vías de extinción si no se remedia. Ocurre que hay médicos que sólo ven ojos, oídos o pieles, aunque de esa visión puedan inferir patologías sistémicas. Los hay que ven imágenes de un cuerpo anónimo, como los radiólogos, o que analizan sus sangres, como es mi caso. Un cirujano atiende sólo a un campo operatorio (lo que facilita a veces confusiones terribles entre derecha e izquierda). Un epidemiólogo confunde enfermos con números. Podría decirse que hay otro tipo de generalistas: los que se dedican a cuidados paliativos y los oncólogos, pero es una generalidad relativa, de mirada pronóstica, cuando ya todo lo malo está dicho. Quedaría la Psiquiatría, pero sabemos que un amplio sector de quienes la practican han sucumbido a la fascinación organicista y a la tentación frenológica en su forma moderna.
    Y si no hay un cuerpo de interés, tampoco hay propiamente un médico que se interese, salvo excepciones, sino técnicos especialistas en partes de ese cuerpo. Pero no deja de ser cierto que somos en un cuerpo y esa parcelación, basada en lo instrumental o en lo anatómico, implica una relación enfermo – médicos, en plural o, más bien, enfermo – técnicos. Podría verse como algo bueno si se atiende a que varias miradas ven mejor que una sola y que distintas perspectivas complementarias son siempre útiles, pero ocurre que esa interacción no suele darse, siendo sustituida por hojas de consulta con las peregrinaciones consiguientes. Sucede también que a veces se presenta como equipo lo que no es sino grupo de difusión de responsabilidades (relativamente frecuente en postoperatorios).
    Yo percibo un panorama inquietante y desearía que esta visión que ofrezco fuera otra, pero me temo que, al menos a corto plazo, la perspectiva generalista, imprescindible en todo médico, sea cual sea su especialidad, decaerá. Las consecuencias de la especialización no sólo son bondadosas. Suponen una mirada restringida, cada día más, pero con un gran poder de resolución que implica no sólo mejores diagnósticos; también un exceso de falsos positivos y de la iatrogenia consiguiente.
    Esperemos, no obstante, que la situación mejore, aunque el contexto neoliberal tampoco es propicio para ello.

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