Por Lierni Irizar
Cuando
comencé a investigar teóricamente la cuestión de la enfermedad, partía de una experiencia
de trabajo con personas que vivían con VIH y que sufrían, además de todas las
complicaciones derivadas de su enfermedad, el dolor de no encontrar en la medicina
un lugar desde el que se escuchara su malestar. El sufrimiento añadido por
todas esas vivencias subjetivas que no tenían un lugar en el que poder ser
elaboradas en un momento de una gran vulnerabilidad y fragilidad subjetiva, me
parecía tremendamente injusto porque creía que la medicina debía ocuparse de
eso, debía darle algún tipo de respuesta.
Mi
trabajo, plasmado en una tesis doctoral, supuso una exploración de diversos
campos que abarcaban la historia de la ciencia y de la medicina, los conceptos
fundamentales del psicoanálisis y el estudio de diferentes visiones de la
enfermedad y la salud desde saberes como la filosofía, la antropología de la medicina y la bioética.
En este recorrido pude constatar el viraje fundamental que se produce en la
medicina cuando en los siglos XIX y XX consolida su acercamiento al paradigma
de la ciencia. La medicina occidental, la biomedicina, se encuentra inmersa en
el discurso de la ciencia, hoy tecnociencia, que se funda en la eliminación del
sujeto. Eliminación inaugural que lleva a nuevas supresiones del sujeto en la
aplicación de la ciencia al campo de lo humano. Encontramos así una medicina
tecnocientífica, muy efectiva en el tratamiento de algunas enfermedades que sin
embargo no puede, por su propio enfoque teórico actual, hacer un lugar al
sujeto, su demanda, su deseo y su goce. Asistimos al despliegue mayoritario de
una clínica protocolizada que elimina la escucha, la subjetividad del paciente
y la del médico. La clínica se vuelve imposible, frustrante, problemática. No
estamos ante una cuestión de buenos o malos profesionales, ni de buenos o malos
enfermos o pacientes. Lo que se produce es un desencuentro entre un sujeto que
sufre de modo particular y una biomedicina que no puede dar ningún lugar a esa
particularidad.
Esta
situación nos muestra una paradoja ya señalada por G. Canguilhem cuando planteó
que la biomedicina ha posibilitado avances espectaculares precisamente en
parte, por la eliminación del sujeto. ¿Cómo plantear entonces una posible
salida a esta cuestión? Creo que es en la aplicación de ese saber biomédico, es
decir, en la clínica, en la práctica médica con cada paciente, donde ésta
cuestión puede ser abordada. Una clínica que puede enriquecerse con las
aportaciones de otros campos.
No
sólo desde el psicoanálisis sino también desde otros saberes como la bioética y
la antropología de la medicina, se afirma la necesidad de dar un lugar a lo
particular. El hecho de tener en cuenta los aspectos éticos implicados en la
enfermedad y en el acto médico, es ya un modo de no silenciar lo subjetivo. Se
reconoce que tratar a las personas nunca puede ser solo un acto científico o
técnico ya que siempre se produce un encuentro con lo único, lo particular y lo
concreto. Los principios en los que se basa la bioética, fundamentalmente el de
autonomía, reconocen la existencia de un sujeto con capacidad de decisión. Es
fundamental escuchar la voz de quien vive con una enfermedad y su relato es
necesario para comprender lo que le ocurre.
He
podido constatar que desde estos saberes que reflexionan sobre la medicina
actual, hay una voluntad, al menos teórica, de impulsar un diálogo entre
disciplinas. Considero que es una cuestión de gran interés y en este sentido, creo
que el psicoanálisis puede aportar algunas claves para pensar aspectos
fundamentales en torno a la enfermedad. Su teoría y su clínica nos acercan a
una visión del humano más compleja e interesante que la que subyace en las
tecnociencias contemporáneas. Para el psicoanálisis, el sujeto no es algo
medible o cuantificable sino algo estructuralmente complejo, en conflicto,
dividido y en falta. Un sujeto que por su condición de hablante es limitado, no
todo es posible para él y su división no apunta a ninguna sutura. Un humano
cuya entrada en el lenguaje implica la pérdida de se “ser natural”, instintivo.
Para el humano no hay programa instintivo ya que eso está perdido por su
condición de hablante, por ser un sujeto atrapado en las redes del significante. Es un viviente marcado por esta estructura del lenguaje
que tiene consecuencias en su cuerpo. Ambos se entrecruzan ya que sin el cuerpo
no hay palabra y se puede afirmar que el lenguaje parasita el cuerpo. Por eso,
hablar tiene efectos en el cuerpo y es posible aliviar o curar síntomas a través
de la palabra. Las palabras duelen, emocionan, alivian, se inscriben, se
vuelven inolvidables, es decir, producen efectos. Unamuno recurre a la cita de
una novela de Stendhal para mostrar cómo el amor no se descubre a sí mismo
hasta que no se habla, hasta que alguien no dice: yo te amo, con todo lo que
eso precipita. Dice así: “…hace que el
conde Mosca, furioso de celos y pensando en el amor que cree une a la duquesa
Sanseverina con su sobrino Fabricio, se diga: “Hay que calmarse; si empleo maneras rudas, la duquesa es capaz, por
simple pique de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí, durante el viaje, el
azar puede traer una palabra que dará nombre a lo que sienten uno por otro y
después en un instante, todas las
consecuencias.”[1]
El
lenguaje transforma al individuo en lo más profundo de sí mismo, en sus
necesidades y afectos. Esta visión lleva al reconocimiento de que el sujeto no
es algo armonioso sino una realidad conflictiva y problemática. El
psicoanálisis no remite a un patrón de normalidad sino a una pragmática, un
poder hacerse una vida soportable, vivible, para cada sujeto.
No
es posible por tanto pensar un enfermar que solo esté atravesado por la
biología y hacerlo desde un enfoque que pretenda que el cuerpo no está
atravesado por el lenguaje. Es importante tomar conciencia de que hay un cruce
entre la biología y lo simbólico y que se requiere una visión del humano que
reconozca su realidad más allá de la máquina y del animal. Hay que tener en
cuenta que el síntoma abre una pregunta por la existencia y que hay que poder
escuchar lo que está en juego en el malestar más allá de una respuesta
inmediata desde la farmacología.
Hay
diferentes formas de tratar el sufrimiento humano y la escucha y el trabajo con la palabra pueden
tener efectos radicales en el sujeto. Tomar esto en cuenta supone mostrar
interés por el sufrimiento y dar un tiempo antes de actuar. No dar la misma
respuesta protocolizada a todos los casos sino la necesaria a cada persona, a
su demanda y su deseo. Esto no significa dar a un sujeto todo lo que pide sino
ayudarle a comprender qué pide, por qué y a quién, para que pueda vivir la
enfermedad con menos sufrimiento.
LIERNI
IRIZAR
Me gusta mucho la referencia que haces a Unamuno.
ResponderEliminarActualmente no está extendida la conciencia de que hablar tiene consecuencias y el uso de la palabra tiende a degradarse en parloteos vanos.
Sin embargo hay momentos en que cada uno puede darse cuenta de que la palabra dicha tiene el valor de un acto. El amor puede ser uno de estos momentos privilegiados.